La pequeña Carmelina Montaño, fantaseaba con interminables bancos de arenas de una playa desconocida.
Carmelina tan habilidosa en sus oficios, alta y delgaducha para sus doce años, huérfana, sin mas que opción que seguir el camino de su difunta madre, fue criada por la cocinera de la hacienda de los Fuente Hidalgo. Muchacha curiosa y soñadora, al escuchar los relatos de la hija de los patrones, Carmelina se
imaginaba sumergida en un oleaje marino que le regocijaba con las sutiles
caricias del vaivén del mar.
La tierna Carmelina idealizaba en el tiempo un
viaje que sólo en su imaginación andaba. Los gritos desternillantes de su
madrina la traína de vuelta a una triste realidad, donde lo más importante era
el trabajo duro y complacer a la niña Patricia de la Fuente.
A la hora
de la comida, Carmelina se internaba en el mundo de sus anhelos, emprendía un
desaforado vuelo imaginario cuyo destino era la desconocida playa de sus
sueños. El sólo hecho de verse frente al mar, sumergirse entre sus olas y
juguetear hasta el cansancio dibujaba una sonrisa en sus curtidos labios.
–Allí
estas, soñando con lo que nunca veras, ya basta niña tonta y ponte a trabajar,
eso es lo que hay mucho trabajo.
–Quien
sabe madrina. Algún día, allá donde está el mar mis pies me han de llevar, y
seré tan feliz, que no volveré aquí nunca jamás.
–Sí,
Carmelina. No te olvides que el pobre nació para trabajar para los ricos, dejar
de sonar, porque cuando yo falte en esta tierra de ésta cocina, tú te vas a
encargar.
–No, no
madrina, yo no voy a seguir su destino. En el mar, yo seré libre cómo la brisa
que me acaricia, cómo el sol de cada día, y cómo la noche que nos abriga a
soñar.
Las
carcajadas de la madrina inundaron todo el lugar; sin embargo, Carmelina creía
en su mundo de fantasías y así lo vivía, de esa manera el trabajo era menos
duro para ella. Carmelina estaba dispuesta a luchar por conseguir la
manera de ir a ese lugar, un ancho mar del cual la niña Patricia, siempre
contaba hermosas aventuras. Cierto día llegó al pueblo un hombre elegante; con
gran porte militar y un traje impecable, jamás visto por los ojos de ella.
Era un
sombrero tan bonito y distinto a todos los que usaban los caballeros del
pueblo. Aunque era muy pequeña Carmelina sabía zarandearse entre los retorcidos
troncos de la taberna de Don Facundo. Ella pudo colocarse bajo del piso de la
taberna, Carmelina se dedicó a escuchar las historias del hombre que hacía
llamarse Capitán del mar.
Los ojitos
de Carmelina se abrieron de par en par ante la emoción, con toda serenidad
durante horas escuchó las aventuras del desconocido, olvidando que había ido al
pueblo por el mandado, se dejó llevar por las palabras que danzaban por todo el
salón, ella se atrevió a soñar en un profundo mar de arenas blancas, tal como
decía el capitán y se dejó llevar por sus deseos de conocer aquel maravilloso
lugar, cerrando sus ojitos se entregó a su imaginación.
La noche sin luna
sorprendió a Carmelina tras quedarse rendida en su escondite, al salir de entre
los troncos se encontró en plena oscuridad, presura se hecho andar sin saber
dónde iba llegar, camino y camino largas horas sin parar. El sendero hacia la
hacienda de Don Francisco de la Fuente nunca había sido tan largo como aquella
noche.
Casi sin
fuerza se recostó en los brazos de un Samán, cuyas raíces encunadas parecían
estar esperando por ella para resguardarla de la fría noche; con las pocas
fuerzas que aún tenía, Carmelina junto algunas hojas para cubrirse un poco,
pues el cansancio no le permitió seguir andando, y entre bostezo y bostezo
quedó completamente rendida, soñando con su playa desconocida.
El sol mañanero le despertó
con una resplandeciente sonrisa, dando los buenos días a la pequeña jovencita.
Carmelina se estiraba de entre las raíces del Samán, agradeció al buen árbol
haberla recibido y protegido del frío. Los gruñidos de su estómago anunciaban con
desespero la hambruna, tras algunos minutos notó que la oscura noche le había
perdido el camino a la hacienda, solo Dios sabia en que senderos andaría.
Miró a su
alrededor y sólo encontró desolación, aquellos caminos le eran desconocidos,
estaba perdida y sin remedio; temerosas de no saber su destino, se dejó caer
sobre las raíces sollozando de miedo. Respiró profundo para calmar su
corazón acelerado cual potrillo desbocado, un delicado aroma de frutas frescas
inundo su olfato.
Aquella
fragancia la guiaba hacia el camino donde encontraría su destino, presurosa se
abrió paso entre matorrales de altos carrizos, se detuvo de un tirón al ver
frente a ella, decenas de árboles de naranjas, manzanas, entre ellos algunos
bananos, su estómago festejo de contento, ante el fresco mañanero que la
envolvía en aquella colina.
Carmelina
apretujo su barriga que se desesperaba ante tantas delicias, si comiera uno de
esos frutos pronto estaría satisfecha, nada más faltaba pedir permiso para
tomar el fruto ajeno. Muy juiciosa camino entre los camellones, evitando pisar
las moras frescas y luchando contra sus deseos de tomar las frutas y
devorarlas, al divisar la humeante chimenea de una pequeña cabaña corrió a toda
prisa hacia la puerta.
Tocó y
tocó varias veces la puerta sin obtener respuestas, se asomó por una ventanilla
que estaba cerca, llamó varias veces, nadie respondió. Su estómago gruñía cada
vez más fuerte al sentir el aromático café que brotaba de una ollita en el
fogón. El hambre la atormenta induciéndola a tomar las frutas; no
obstante, su madrina le había enseñado que lo ajeno se respeta y le aconsejó
pedir antes de tomar lo de otros... Agarrar sin permiso es robar.
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